miércoles, 24 de agosto de 2016

El Alto Imperio

Augusto y la construcción del Imperio

Los fundamentos del poder de Augusto

El Imperio romano instaurado por Augusto es una consecuencia del período de las guerras civiles. Los representantes del segundo triunvirato (Octaviano, Marco Antonio y Lépido) no fueron realmente más que los jefes de grupos rivales, que aspiraban al poder completo; ante tal situación se comprende que la reforma de las instituciones no estuviera más que en el último plano de sus preocupaciones.
Con posterioridad a la batalla de Actium y a la conquista de Egipto le queda al vencedor la tarea de realizar las reformas pendientes. Sin embargo, Octaviano, en guardia ante los resultados de sus predecesores Sila, Pompeyo y, sobre todo, César, se da cuenta de que la monarquía a la que él aspira no es realizable tal cual en Roma y que debe respetar, al menos en apariencia, los recuerdos vivos de la tradicional libertas romana.
En esta encrucijada nace la monarquía como régimen híbrido de novedades y recuerdos tradicionales que, pese a conservar las instituciones republicanas, las sitúa bajo la tutela de un princeps, de donde procede la denominación de Principado que se le ha asignado.
Vamos a intentar definir los poderes de Augusto a través de las diversas modificaciones en el curso de los años. En el 27 a.C. es nombrado Princeps y Augustus. Del 27 al 23 a. C. continúa desempeñando el consulado, compartiendo la mayor parte del tiempo el cargo con amigos fieles, cargo del que abdica ese último año. Pero desde el 23 a.C. funda lo esencial de su poder en el poder tribunicio y en el imperium. El poder tribunicio le pertenece de por vida, aunque es renovado todos los años, y le concede el derecho de convocar los comicios y de proponerles leyes. Su imperium es doble: consular y proconsular, lo que le da la posibilidad de intervenir tanto en Italia como en las provincias, y le convierte, de hecho, en general en jefe.
A estos poderes añadió el de los censores y el de velar por el aprovisionamiento de Roma. A estos títulos y honores vinieron a unirse, entre otros, el de pontifex maximus en el año 12 a.C. y el título de padre de la patria en el año 10 a.C.. De esta forma, tanto por sus poderes como por los honores que se le habían concedido, Augusto era realmente el dueño del mundo romano. Las viejas instituciones republicanas (asambleas populares, magistraturas y senado), reformadas o no, continuaban funcionando como en el pasado. Pero, a pesar de las apariencias de independencia, todos los antiguos órganos de la República se encontraban en dependencia del príncipe.

El programa de reformas

Una de las consecuencias más importantes del régimen augústeo es la constitución de una clase senatorial y de una clase ecuestre, que vienen a relevar a la antigua nobleza desorganizada y al orden ecuestre.
Para ser senador, y formar parte de la clase senatorial con toda su familia, era necesario poseer un censo de un millón de sestercios, y todas las actividades comerciales quedaban prohibidas para los componentes de dicha clase.
Para pertenecer a la clase ecuestre era necesario poseer un censo de 400.000 sestercios y ser llamado por el príncipe, en virtud de sus poderes censorios. La pertenencia a esta clase hace de los caballeros unos servidores del régimen, llamados a desempeñar un cierto número de funciones que les están reservadas y que les permiten, si las realizan a satisfacción del príncipe, esperar la incoroporación en la clase senatorial.
Augusto lleva a cabo una política social muy conservadora, encaminada a restablecer la moral tradicional familiar que había sido alterada por los efectos del imperialismo. En esta línea se inscriben un conjunto de leyes Julias: limitación del divorcio, el adulterio se convierte en un crimen, se sanciona la soltería, se premia a las familias numerosas y se fortifica la autoridad paterna.
La administración central era considerada por Augusto como una administración privada, desempeñada por sus libertos y esclavos de confianza, que comienzan a formar el aparato burocrático del Imperio, aún poco especializado.
La administración de Roma caía bajo la jurisdicción de un funcionario senatorial de rango consular, el Prafectus urbi, dotado de poderes policiales. Todo lo relacionado con el avituallamiento de sus habitantes estaba en manos del prefecto de la Annona, de rango ecuestre. Al mismo tiempo se reorganizó toda Italia, que fue dividida en 11 regiones para facilitar las operaciones censitarias.
En el 27 a. C. se procedió a una reforma que implicaba el reparto del control de las provincias entre emperador y Senado. Las provincias pacificadas y con un avanzado estadio de romanización, que hacía innecesaria la presencia de un ejército, siguieron siendo gobernadas por el Senado por medio de procónsules y propretores anualmente elegidos. De ahí el nombre de “provincias senatoriales”. El resto, por la presencia en su territorio de fuerzas militares permanentes, fueron administradas directamente por el emperador, que gobernaría estas “provincias imperiales” por intermedio de legados de su confianza, como había hecho ya Pompeyo con sus provincias hispanas.
La principal diferencia estaba en la presencia regular y estable de un ejército en las provincias imperiales. La división apenas afectaba, de modo formal, a la auténtica fuente unitaria de poder, el emperador, que, con una serie de recursos, podía intervenir también en la administración de las provincias senatoriales.
Mientras el Senado elegía anualmente a un magistrado de rango senatorial con el título de procónsul y mantenía ligeramente retocado el viejo sistema administrativo republicano, el emperador había creado un sistema más ágil para sus provincias.
A los gobernadores de las provincias imperiales se le otorgó la categoría de legati Augusti propraetore y permanecían en su cargo entre dos y cinco años. Estos gobernadores eran ayudados por otros personajes: los legati iuridici administraban justicia, los procuratores dirigían la administración de las finanzas y los legati legionis estaban al frente del ejército provincial.
Por lo que respecta a Egipto, era una propiedad personal del emperador, por lo que gozó de una situación particular. Su entrada estaba prohibida a los senadores y a los más ilustres de los caballeros para evitar, sin duda, que su posible rebelión acarrease hambre en Roma. El gobernador de Egipto en esta época es el más alto personaje del orden ecuestre, el prefecto de Alejandría y Egipto: reúne en sus manos todos los poderes, incluido el militar, y permanece en el cargo sin limitación de tiempo.
La política exterior de Augusto está orientada a la consolidación y pacificación de las provincias del Imperio. Este objetivo lo lleva a cabo mediante la búsqueda de fronteras naturales donde situar los límites de los territorios conquistados, y mediante el establecimiento de las legiones en las fronteras y en las regiones aún no pacificadas. Con esta política, aparentemente de no agresión, Augusto supera en anexiones territoriales a todos los grandes hombres de guerra de la época Republicana.
Aunque Augusto no llevó a cabo, propiamente hablando, una profunda reforma del ejército, la antigua noción del ejército ciudadano, reclutado únicamente en caso de necesidad, noción a la que la reforma de Mario había asestado duros golpes, fue sustituida definitivamente por un ejército profesional permanente con un servicio de duración prolongada.
Un Imperio así organizado tenía necesidad de finanzas relativamente puestas al día para hacer frente a sus gastos, ante todo a la pesada carga que representaba el pago regular del ejército, así como a los salarios del personal imperial, como consecuencia de la tendencia a reemplazar la antigua noción de magistratura gratuita por la del funcionariado.
Para paliar esta situación se contaba con los impuestos directos e indirectos. El impuesto directo era un impuesto territorial, el tributum, percibido en especies (únicamente el suelo itálico
se hallaba exento de él y los territorios coloniales fuera de Italia debían satisfacerlo, salvo si habían recibido el ius italicum). Mientras que los impuestos directos estaban encuadrados en el esquema provincial, los indirectos eran percibidos en el cuadro de circunscripciones particulares que agrupan a menudo a muchas provincias o partes de provincias.
Los impuestos no constituyen, sin embargo, la única fuente de ingresos imperiales: hay que añadir los ingresos provinciales de las posesiones particulares del emperador, administradas por procuradores, y los ingresos de los monopolios, como la explotación de las minas.
Toda esta organización militar, administrativa y financiera necesitaba la existencia de medios de comunicación rápida entre Roma y las provincias. Para solucionarlo Augusto creó el correo imperial, reservado exclusivamente a los servicios oficiales y a los que no tenían acceso los particulares.
La obra reformadora de Augusto está simbolizada por las profundas transformaciones efectuadas en el centro de la ciudad de Roma, al cual proporciona un carácter monumental. En el Foro Romano dedica un templo a César divinizado y levanta un arco dedicado a su persona; inicia las obras del Foro que lleva su nombre, en el cual erige un templo a Mars Vltor (vengador) como prueba de que Julio César ha sido vengado. Destacan la construcción del Mausoleo dedicado a su memoria y a la de su familia, y la del Ara Pacis, que conmemora a Augusto como el restaurador de la paz. En unos terrenos de su propiedad, su amigo y colaborador Agripa patrocina la edificación del Panteón, reconstruido más adelante por el emperador Adriano.
El régimen de Augusto formaba una monarquía con suficiente flexibilidad para no dejar demasiado descontentos a los terratenientes del régimen anterior. No obstante, del hecho de ser una monarquía que no pregona su nombre, arranca una carencia grave, la de que, a pesar de la asociación al Imperio de Tiberio, nada se había previsto con relación a la sucesión. Augusto muere en el año 14 d.C. sin una base sucesoria clara. Ante el hecho de que los poderes del emperador están asociados a sus cualidades y prestigio, triunfa el principio de que el sucesor sea un miembro de su familia y, al carecer el difunto de descendientes varones, se admite el mecanismo de la adopción. A través de esta vía, Tiberio, hijo del anterior matrimonio de su esposa Livia, es designado futuro emperador.

Se denomina Alto Imperio al período que se extiende entre el año 14 d. C., fecha de la muerte de Augusto, y el 235, fecha de la muerte de Alejandro Severo. A lo largo de estos 200 años se suceden cuatro dinastías imperiales:
- los Julio-Claudios (14-68)
- los Flavios (69-96)
- los Antoninos (96-192) y
- los Severos (192-235).
Si se compara la época imperial con la era republicana, lo primero que resalta es que aquélla, vista en su totalidad, prescinde de los tintes dramáticos que caracterizan sobre todo a los últimos tiempos de la República. La situación del Imperio romano aparece marcada en el interior por un creciente intercambio económico y social entre las diversas provincias, así como por una estabilidad en la política exterior, que en ocasiones llega a pasar por completo a un segundo plano. La pax augusta, como pregonaba la propaganda gubernamental, sirvió de cuño a toda esa época.


Los Julio-Claudios

La muerte de Augusto (14 d.C.) dejó un sensible vacío de poder en la dirección del Imperio romano. La ciudad y las provincias se habían acostumbrado tanto a su gobierno que no se podía pensar seriamente en una restauración de la República. Muchos de sus defensores habían caído en las guerras civiles y, para los contemporáneos, la vieja libera res publica no era más que un cúmulo de palabras biensonantes, pues la mayoría de ellos no la habían vivido, como acertadamente apunta Tácito en la introducción a sus Anales.
Esta situación previa y unos preparativos muy cuidados para la recepción del poder permitieron que Tiberio, hijo adoptivo de Augusto, tomara posesión del cargo como sucesor del fallecido princeps sin mayores dificultades.
Tiberio (14-37 d.C.), el primer emperador después de Augusto fue un dirigente capaz, concienzudamente preparado para asumir su alto cargo, además de haberse acreditado ya como hábil general y administrador durante el reinado anterior. Sobre su persona y su gobierno, pese a las indudables páginas mayoritariamente positivas, se cierne una sombra. Esto se debe, en primera línea, a la valoración tendenciosa que hace Tácito de sus acciones. En efecto, el historiador del primer siglo del Principado no disimulaba su aversión por Tiberio, por lo que esboza un retrato oscuro de su carácter.
El reinado de su sucesor Calígula (37-41) acabó en catástrofe. Después de cuatro años de gestión sacudida por la crisis, donde las ansias de poder por parte del princeps eran enormes y cundía el despilfarro y el mal gobierno, Calígula cae víctima de una revuelta de palacio. Cuando a raíz de su desaparición surgen voces en el Senado que exigían una restitución de la República, las cohortes pretorianas toman la iniciativa adelantándose al Senado y proclaman emperador al último pariente superviviente de la casa imperial.
De esta manera llegó Claudio (41-54) al poder. Cuando accedió al principado era ya un hombre de edad avanzada y enfermizo, que dejó ver algunos apuntes de un gobierno ordenado. Con él los libertos de su entorno llegaron a alcanzar una influencia determinante. Constituían la columna vertebral de un gabinete de gobernación distribuido por negociados. Destaca el importante papel desempeñado por su esposa Agripina, madre de Nerón, que preparó la sucesión de su propio hijo, dejando entrever además notables facultades políticas.
Después de Claudio, Nerón (54-68), que había sido adoptado por éste, le siguió en el trono imperial. Tras los cinco primeros años de su principado, plenamente positivos, que se encontraban bajo la influencia de Agripina, del filósofo estoico Séneca, y del prefecto del pretorio Burro, el estilo de su gobierno dio un vuelco negativo al ir sumándose una serie de crisis externas y convulsiones internas. Un levantamiento que se había estado larvando en las provincias occidentales puso fin al reinado neroniano.

En las dos generaciones posteriores a Augusto, el trono imperial romano fue testigo de significativas carencias desde el punto de vista humano. El hecho de que, sin embargo, el sistema monárquico siguiera firme se debe fundamentalmente a la solidez de los cimientos plantados por Augusto y a que las ciudades de Italia y de las provincias, que eran en realidad las células nucleares del Imperio, apenas si se vieron afectadas por las crisis desencadenadas en su centro de gravedad.
Las víctimas de los abusos de poder procedían del relativamente pequeño círculo de la aristocracia urbana de Roma, que tenía acceso y contacto directo con el emperador. También debe tenerse en cuenta que, pese a situaciones críticas, la mayor parte del trabajo cotidiano de gobernación apenas si se vio afectado por ello. Éste se desarrollaba bajo la responsabilidad de administradores hábiles y experimentados, sobre los que un débil emperador apenas podía ejercer influencia negativa.


Los Flavios

Tras la muerte de Nerón, siguió un interludio sangriento caracterizado por una serie de guerras civiles a lo largo del 68 y 69 (Galba, Otón, Vitelio), bajo las que Italia padeció un sinfín de penalidades. Este tiempo de crisis interna tocó a su fin con la ascensión al trono de Vespasiano (69-79). El ejército estacionado en las fronteras del Imperio hizo valer por vez primera sus pretensiones políticas, con lo que se perfiló entonces claramente dónde residía el verdadero poder. Vespasiano, fundador de la dinastía Flavia, consiguió mejorar de nuevo las relaciones entre la casa imperial y el Senado, que se habían deteriorado considerablemente desde Nerón, y con ello pudo activar la colaboración de la aristocracia en las labores de gobierno. Su principado recordaba al de Augusto: auge de los antiguos valores romanos, fomento del ahorro y restricción del gasto público, reformas en el interior y consolidación de las fronteras son los puntos programáticos más importantes de su actividad pública.
Tito (79-81), hijo de Vespasiano y vencedor en la guerra contra los judíos, mostró como emperador los mismos valores positivos que habían distinguido el gobierno de su padre.
Domiciano (81-96), hermano de Tito y su sucesor, llevó a cabo una política exterior dinámica y llena de éxito. Amplió las fronteras del Imperio en Britania y Germania, donde hizo que se situara la frontera (limes) en una línea que seguía el cauce del Rin y del Danubio. En Roma, su reinado se caracterizó por una fuerte oposición del Senado, que luchó encarnizadamente contra sus tendencias autocráticas y que, a su vez, fue sofocada con violencia por el emperador. Finalmente, Domiciano fue el objetivo de una conjura que partió del Senado que, con fuerzas recobradas, tomó la iniciativa y proclamó de entre sus filas al senador más antiguo, Nerva (96-98), como emperador.

La época de los emperadores Flavios marca la traslación del poder imperial desde la ciudad de Roma hasta Italia. Vespasiano procedía de un municipio itálico y fue el primero de su familia que había conseguido un asiento en el Senado. El cambio en la procedencia social y geográfica de la casa imperial era sin embargo mucho menos llamativo de lo que tal vez pudiera suponerse.
Debido a los actos de violencia de Nerón, los últimos restos de las familias nobles republicanas habían sido eliminados. La mayoría de los senadores mostraban una nobleza relativamente nueva, y muchos de ellos provenían de Italia o de las provincias del Occidente romanizado, lo que, a su vez, venía a reflejar la creciente importancia de la periferia del Imperio en relación con Roma. Esta tendencia fue reforzada por el sucesor que nombrará Nerva, Trajano, que fue el primer emperador romano surgido del seno de una familia provincial, ubicada fuera de Italia.


Los Antoninos

El reinado de los emperadores adoptivos, aunque había sido inaugurado por Nerva, alcanzará en la persona de Trajano su representante más brillante. Esta época ha sido denominada múltiples veces como la más feliz de la Historia Antigua. Una impresionante serie de gobernantes eficientes se sucedió por tres generaciones en el trono imperial romano. Su actividad abarcó todas las esferas de la actividad política, económica y social. La política interior y exterior, la prosperidad pública, el ambiente cultural y las provincias experimentaron bajo los “emperadores adoptivos” un florecimiento.
La serie fue iniciada por Trajano (98-117), que procedía de Hispania. Acabó con los tradicionales procesos contra los críticos del emperador, un mal endémico del despotismo imperial. También logró restablecer unas buenas relaciones con el Senado.
En política exterior rompió con el principio augústeo de la estrategia defensiva y amplió las fronteras del Imperio más allá del Danubio y del Éufrates. Los esfuerzos denodados que implicaban estas empresas también tuvieron sus inconvenientes. Si bien se creó bajo su principado la provincia Dacia Trajana, con lo que el proceso de romanización avanzó al norte del Danubio, los frutos de sus espectaculares conquistas en Oriente fueron de poca duración. Las nuevas provincias que se establecieron allí no pudieron ser mantenidas, y su sucesor Adriano se vio obligado a prescindir de ellas. Con todo, esto no tuvo consecuencias nefastas. Nada expresa de mejor modo la impresión general que tenían de su gobierno sus contemporáneos ni las generaciones posteriores que el nombramiento honorífico de optimus princeps que se le concedió. Con un título así no había sido honrado ningún emperador desde Augusto.
Adriano (117-138), de origen hispano al igual que Trajano, puso en parte su atención sobre otros aspectos distintos a los de su celebrado antecesor. La política exterior expansiva fue corregida y adaptada a los medios reales de los que disponía el Imperio. En el interior, Adriano, que durante sus largos viajes logró recorrer una gran parte del Imperio romano, tuvo la misma positiva actuación que Trajano. Como ningún otro emperador antes que él, Adriano poseía una formación filosófica completa de orientación griega, lo cual le distinguió durante toda su vida como un sincero admirador de la cultura helénica.
Antonino Pío (138-161) prosiguió en la misma línea de reformas iniciada por Adriano. A la ordenación de la administración y de la justicia se añadió una amplia política social orientada a apoyar a través de alimentationes a los más necesitados. La situación legal de los esclavos fue mejorada y el sistema de asistencia estatal empezó a cubrir más esferas.
Con el mismo espíritu de su antecesor, cumplió también con sus deberes de gobierno Marco Aurelio (161-180), conocido como el emperador-filósofo. Bajo su reinado aparecieron los primeros síntomas de una crisis del Imperio que ya se venía anunciando desde hacía años. Las consecuencias de una gran peste, que diezmó amplias capas de la población, así como la revuelta de la tribu de los marcomanos, ensombrecieron su tiempo de gobierno. De este modo, el emperador, en contra de su inclinación y su voluntad, tuvo que dirigir largas y sangrientas guerras en las fronteras, que, aunque se desarrollaron con éxito, minaron las fuerzas del Imperio.
Con la elevación de su hijo Cómodo (180-192) como socio y heredero de su principado, Marco Aurelio rompió el, hasta ese momento, imperante principio de adopción (fomentado porque ningún emperador desde Nerva hasta Antonino Pío había tenido descendencia masculina propia) y así posibilitó que se volviera a la sucesión dinástica, que había producido algunas decepciones en el pasado. El gobierno de Marco Aurelio marca el punto final de una época dorada de la historia romana.


Los Severos

Con la dinastía de los Severos (193-235), el Imperio se convierte en una “monarquía militar”: en la sucesión predomina la herencia por la vía de la sangre, pero atormentada por el asesinato y siempre bajo la custodia del ejército.
De las dilatadas y sangrientas luchas por el poder desatadas tras la eliminación de Cómodo, se proclamará vencedor Septimio Severo (193-211), experimentado general de procedencia africana. Consiguió estabilizar el frágil orden político interno y defender con éxito las amenazadas fronteras del Imperio.
Durante los reinados de sus sucesores Caracalla (211-217), Heliogábalo (218-222) y Severo Alejandro (222-235) se multiplican las dificultades políticas del Imperio, al aumentar la presión de los pueblos limítrofes y al manifestarse de forma dramática y por primera vez la debilidad del sistema defensivod del Imperio. Se crea con ello un precedente que sensibiliza a los pueblos limítrofes sobre la vulnerabilidad del Imperio.
De la época de los Severos destacaremos dos elementos. Por una parte, la consolidación del poder imperial protagonizada por Septimio Severo, cuyo prestigio personal permitió la prolongación de la dinastía. En segundo lugar, el decreto por Caracalla, en 212, de la Consitutio Antoniniana, que garantizaba a todos los hombres libres de las provincias el derecho a acceder a la ciudadanía romana, un paso decisivo hacia la homogeneización del estatus jurídico de todos los habitantes del Imperio.


La crisis del s. III

La muerte de Severo Alejandro (235) abre un largo período de crisis, eminentemente política, que se extenderá durante cincuenta años (235-284). A esta crisis contribuyen los peligros exteriores (presencia de los bárbaros, que atraviesan el limes en muchas de sus zonas...) y el hecho de que el mismo poder imperial sea objeto de disputa entre diversos competidores, a veces bárbaros o semibárbaros, que al poco tiempo de su proclamación pierden la vida.
En estas condiciones, la situación de la economía es sombría, el bandolerismo se desarrolla en todas partes y las instituciones, a pesar de que existen, apenas pueden funcionar con normalidad. Durante estos años, numerosos candidatos aspiran al poder, y su elección o destitución en manos de los pretorianos, del senado y, sobre todo, del ejército, se caracterizan por el asesinato, la usurpación y los pronunciamientos militares.
La necesidad de defender un Imperio tan vasto sitúa al ejército en un primer plano y, en consecuencia, éste se convierte en protagonista de la vida política al reclamar las legiones la elección de un emperador militarmente aceptable y que tutele sus intereses.
La inestabilidad del poder político dificulta hacer frente a los pueblos germánicos que, ante la necesidad de alimentos y la falta de tierras, intentan atravesar las fronteras del Imperio. La parte occidental sufre las incursiones de francos y de alamanes, que penetran en Hispania (asedio de Tarraco en 269 d.C.) y en Italia (259, 268, 271 d.C.).
En este contexto de defensa de los territorios occidentales frente a los pueblos germánicos acaece la usurpación de Póstumo, general del emperador Galieno, que pretende crear un Estado independiente de Roma y que sumerge a estas provincias en la anarquía.
En Oriente, Roma asiste al surgimiento de una nueva y vigorosa dinastía persa, la de los Sasánidas, que recoge la herencia del antiguo Imperio Persa. La victoria de los partos por parte de Sapor I (241-273 d.C.) pone en peligro la provincia de Siria; la expedición efectuada por Valeriano para restablecer el equilibrio en la zona finaliza con la captura del propio emperador, que muere en prisión, a manos del monarca sasánida.
El avance persa está compensado por las ambiciones de los pequeños reinos locales, como es el caso de Palmira, cuyo rey Odenato y su esposa Zenobia logran la autonomía frente a Roma y extienden sus dominios hacia Egipto y el sureste de Asia Menor.
La elección de Aureliano como emperador (270 d.C.) por las legiones de los Balcanes significa el inicio de la restauración del orden imperial, que culmina con Diocleciano. Aureliano restablece la unidad territorial con la destrucción de Palmira y la victoria sobre Tétrico, el último jefe del Imperium Galliarum. Aureliano es también el primero en reducir la frontera del Danubio al abandonar Dacia y retornar el Imperio a sus confines naturales. En el año 271 d.C., este emperador inicia la construcción de las nuevas murallas de Roma.